viernes, abril 27, 2007

 

El pan nuestro de cada día

..dánosle hoy, creo que se rezaba hace muchos años. En algún momento alguien se dio cuenta del leísmo y lo cambiaron. Seguramente se trataba de una licencia poética (qué recurso más socorrido).

Esta relación entre comida y religión me sirve para anunciar que, después de unos meses, por fin he conseguido dejar de lado mi cuerpo, mi estómago y todas esas cuestiones terrenales para centrarme en el espíritu.
La cultivación de la mente en el estudio del idioma. Y lo que eso conlleva, como es el estudio del pensamiento de estos lugareños.

De lo que más orgulloso estoy es de la optimización del tiempo en la cocina.
Debo reconocer que en algún momento tuve la tentación de imitar la comida alemana. Imaginando cómo se preparaban los platos que comía por ahí, o hasta comprando un libro de recetas (preferentemente que lo explicaran en un idioma distinto del alemán). Por suerte fue algo pasajero.
Ya sé que no quiero aprender, lo que más me tentaría sería la repostería y siempre me ha parecido poco agradecida (demasiado esfuerzo sin garantía de éxito).
Y las tradiciones alemanas como tomarse una cerveza a las 8 de la mañana en la terraza de un puesto de kebab o desayunar cerveza y salchichas el fin de semana (como hacen los bávaros/bárbaros del sur) no me acaban de atraer.

Siempre he admirado a Arguiñano, sobre todo cuando fomentaba el gusto por la cocina (sí, porque como actor no).
Lo aprecio más desde que he visto a otros como Arzak y compañía, haciendo la tortilla desestructurada y usando nitrógeno líquido para freir un huevo (que el invento es chulo en el Cosmokaixa y en Terminator 2, pero lo de tener el bidón de nitrógeno al lado de la batidora no tiene futuro).
Arguiñano es simple, fácil, realista. A veces demasiado pijo para mi gusto, aunque suele dar alternativas.
Me estoy haciendo defensor a ultranza de este señor. Es más, me estoy radicalizando en cuanto a simplicidad. ¿Perejil? eso es siempre prescindible.

Yo pienso qué puedo cocinar y la lista de la compra mientras voy en el metro.
Eso en los huecos del cerebro que quedan libres cuando no estoy observando a los alemanes (si tuviera formación diría que hago estudio sociológico de campo. Yo sólo puedo decir que observo a la gente). Compro las cosas que necesito, pero en cantidades el triple de lo necesario para hacer el plato (me da vergüenza comprar un triste pimiento y compro el pack de 3: rojo, amarillo y verde). Hago el plato y luego me queda comida en el frigorífico.
Tener comida en el frigorífico me agobia (no, no tengo intuición para saber cuándo algo está malo. A mí que me digan cuántos días dura el jamón york desde que se abre el paquete: números, números, yo no quiero sensaciones) y empiezo a cocinar en función de lo que tengo.
Estoy llegando a la conclusión de que la comida la decido 1 de cada 5 veces. El resto lo decide el frigorífico: cocino (e improviso) en función de lo que encuentre. De momento no queda mal: simple y efectivo.

La comida precocinada sigue siendo un tabú (¿o será anatema?), salvo contadísimas excepciones.

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